La
Espera
de Jorge Luis Borges
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del
Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación
los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes
casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la
pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera
de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre
pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como
las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera,
invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en
letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que
habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con
gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire
distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le
devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde
esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el
acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden
de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver
que me importa esa equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio.
La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de
hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas
y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un
estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su
palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la
provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era
carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única
puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar
cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo
se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una
humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo
trabajaba, porque le fue imposible pensar
en otro.
No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que
asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas
unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró
en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última
fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas
historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda,
incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las
advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era
ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse
a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído
novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero
leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba
a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la
enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían
enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un
día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea
al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la
tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta,
porque no tenía término -salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de
la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera
muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque
no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era
absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo
que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor
sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y
el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar,
no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo
de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó
con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le
quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero
presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que
las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el
tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga,
algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más
complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga
de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos
minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un
coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron
la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras
personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo
empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el
insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una
disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer
de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo,
cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el
viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un
sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de
comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó
inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera
condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca
de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a
alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una
glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres
soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y
Villar entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del
cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había
empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al
fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y
es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra lo
hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en
otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente
desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en
la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en
los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes,
bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y
un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que
esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo
para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro
sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y
esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya
lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
HOMBRE DE LA ESQUINA
ROSADA
De JORGE LUIS BORGES
A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo
conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por
el Norte, por esos lados de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de
tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me
olvidará, como que en ella vino la
Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez
dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida
esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de
los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el
cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los
hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con
las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas
también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo
alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien
dice. Los mozos de la Villa
le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la
verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó
por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres,
que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos
de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del
pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban
al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de
tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición
de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá
juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién
después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de
Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el
Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a
la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde
color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen
beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la
mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay
años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos.
Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala
palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de
sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una
compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía
su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía
a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con
ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa
que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta
con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada
poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la
voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo
alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como
bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me
golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y
le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo
filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba
a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me
hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía
con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa,
adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando,
siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje mirón- se abrieron como
abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés
esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió
con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al
humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como
un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero
le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras
cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como
riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido
para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con
apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero
fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina
pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se
enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y
dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco
Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me
alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos
bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de
cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que
me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le
relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la
manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los
mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que
tocaba el violín, acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco
de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más
viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para
quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con
respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era
limpio.
¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no
sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas
palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó
lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el
más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso
con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su
hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se
lo dió con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada
que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió
como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo
derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.
De asco no te carneodijo el otro, y alzó, para castigarlo,
la mano.
Entonces la
Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo
miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó
como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga
y a los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un
incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya
pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!-
dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los
perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con
alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la
apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la
vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el
asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como
si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos
naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y
me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera
querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche.
En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se
escurría solo del barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al
pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del
Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta
decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el
callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de
esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y
atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo.
¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las
casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de
estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por
sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo
y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer
para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas,
pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado
agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los
dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los
nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás.
Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia
dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es
mía. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya
conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien,
diciéndole:
Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si
empezara a desesperarse.
¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se
abrió en eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola.
Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.
La está mandando un ánima dijo el Inglés.
Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero.
El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le
abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcado alto, sin ver y se fue al
suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de
espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de
sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le
encharcaba y ennegrecia un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó
la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos
quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como
perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y
ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un
campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y
le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es
Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé
que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo,
era duro. Cuando golpeó, la
Julia había estao cebando unos mates y el mate dió la vuelta
redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara",
dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a
consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima
el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin
queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a
descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más
coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y
sin habla, le perdí el odio.
Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del
montón, y otra, pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar
moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y
dos a un tiempo la repitieron juerte después.
Lo mató la mujer.
Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya
me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado,
casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije
como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni qué
corazón va a tener para clavar una puñalada? Añadí, medio desganado de guapo:
¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo
en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan
enteramente muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera
para distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en
la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos
tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor
era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada
por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí pasó después el hombre de negro.
Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo
aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo.
Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso,
después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y
sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las
vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el
apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba
medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya
no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una
lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban
divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres
cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. Te juro que
me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el
cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al
sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo,
inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.
EL ALEPH
JORGE LUIS BORGES
La candente mañana de febrero en que
Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro
de la Plaza
Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos
rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya
se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo
sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su
memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de
abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a
su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés,
irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la
abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos
retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los
carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda
con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del
Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos
Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de
frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría
obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de
libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar,
meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde
entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las
siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco
más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me
favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese
buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor
santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios
melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos
Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada:
había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un
principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de
rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de
los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba,
hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos
generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana
sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del
todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos.
Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses
padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una
gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía
con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la
más inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar
al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó
interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre
moderno
- Lo evoco - dijo con una admiración algo
inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana
de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos
de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de
horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el
acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de
Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan
pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la
literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que
ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el
Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que
trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora,
siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.
Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El
poema se titulaba La Tierra;
tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la
pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque
fuera bre- ve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de
block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan
Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el
griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante -
dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico,
del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de
la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en
el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin
remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la
enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo,
culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el
cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu
sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni
de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres
alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera
a la Odisea,
la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que
nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el
arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente,
tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también
obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella;
ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían
colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les
atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la
poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable;
naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para
otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó,
salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1 ).
Una sola vez en mi vida he tenido la
ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa
epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la
hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy
seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la
vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda
la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado
de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de
Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta
de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y
un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.
Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos
largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio.
Copio una estrofa (2):
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
- ¡Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el
éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente
denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas
pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don
Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico
prosaísmo se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar
con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo
el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio
entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le
pone una pregunta en la boca y la satisface... al instante. ¿Y qué me dices de
ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo,
que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación
resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería
compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y
negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por
teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos
reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo
salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi
casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará
conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil
encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un
poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público
mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos
Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz
(que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
- Mal de tu grado habrás de reconocer que
este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas
del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación
verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y
hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la
impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario,
lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a
los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no
disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y
ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los
otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía,
"de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe
de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra
convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra,
de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema.
Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme
que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos
Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al
calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro
Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con
embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía
que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor
científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de
galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó
que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para
mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la
pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay
tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves,
hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba
de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de
abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos
despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad
los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo
hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla)
había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las
posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví,
lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó
a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día
produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las
inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri.
Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel
hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a
fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué
su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados
Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a
demoler su casa.
-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja
casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su
congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable
del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía
infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor
no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el
doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y
perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su
bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste
se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde.
Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar
algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa,
pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contienen todos los puntos.
- Está en el sótano del comedor - explicó,
aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la
niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos
me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el
sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un
mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos,
vi el Aleph.
-¡El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse,
todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi
descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado
ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y
Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable
mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento
rebelde. Si todos los lugares de la
Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias,
todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una
prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una
serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber
comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos
Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una
niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación
patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad;
íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que
tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano,
revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil,
sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes
colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al
retrato y le dije:
- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena
Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con
sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición
del Aleph.
- Una copita del seudo coñac - ordenó - y
te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indis-pensable.
También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te
acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de
la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor
te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo
de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in
parvo!
Ya en el comedor, agregó:
- Claro está que si no lo ves, tu
incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un
diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras
insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de
pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló.
Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos
tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
- La almohada es humildosa - explicó - ,
pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas
corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve
escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se
fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que
después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me
había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de
Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos,
para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme.
Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la
operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi
relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un
alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores
comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa
memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas:
para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es
todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas
partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras
que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en
vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el
Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente,
pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo
demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial,
de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos
deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan
el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos
fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo,
sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la
derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al
principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión
producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del
Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin
disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas
cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el
populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una
plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era
Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un
espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un
traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el
zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal,
vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de
arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera,
el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una
vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la
primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada
letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un
volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la
noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar
el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete
de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin,
vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la
delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando
tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las
sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres,
émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la
tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me
hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido
a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la
reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la
circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de
la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi
cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos
habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres,
pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita
lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear
donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los
sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable,
che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el
escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó.
Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza.
Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos
Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la
demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame,
que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo
abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes
médicos.
En la calle, en las escaleras de
Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí
que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara
jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me
trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1º de marzo de 1943.
A los seis meses de la demolición del inmueble de la
calle Garay, la
Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del
considerable poema y lanzó al mercado una selección de "trozos
argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el
Segundo Premio Nacional de Literatura (3). El primero fue otorgado al doctor
Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los
naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la
incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri;
los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no
entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del
doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre
la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de
la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de
mi historia no parece casual. Para la
Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura
divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo
y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del
superior; para la Mengenlehre,
es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que
alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o
lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de
los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que
parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la
calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán
Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942
Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo
que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o
Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero.
Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el
espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo
que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza
especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a
Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un
mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas
curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir)
son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de
Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de
las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede
verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco
tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas
proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito
Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el
concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una
piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente
es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica
erosión de los años, los rasgos de Beatriz.